domingo, noviembre 19, 2006

Dies Irae

Estaba allí, de nuevo. Sentada en aquella mesa redonda, de madera antigua. Escuchaba la música y apuntaba, y sentía que iba a ser posible. Podría hacer lo mismo sin tener que estar recluída en aquel sótano, de paderes negras, oculta, escondida. Solamente la mesa, sus ideas, unas cuantas cajas de CDs, el reproductor metalizado, antiguo ya, lleno de botones y una pequeña pantalla digital que demostraba su antigüedad, la música fluyendo.

Lo iban a conseguir, eran muchos. Arriba, en el gran salón, nadie podía imaginar que unos cuantos tramos de escaleras encubiertos tras la pared llevaban a aquella sala de operaciones. Allí se reunían, para escuchar, para comprender, para entender y poder enseñar la música, su poder en la historia, su papel necesario, la necesidad de escucharla atentamente, de hacerla suya, de interiorizarla, ver su valor como lenguaje, como testimonio del tiempo, del mundo, del pensamiento…. Allí se emocionaban, allí descubrían el cosmos en las notas y allí reescribían lo que Ellos les habían quitado, lo recordaban y lo reescribían.

Oyó un ruido. Crujían los últimos escalones, un escalofrío, y cierto miedo, como siempre… pero no, no iba a pasar nada, de nuevo era él.
Bajo la luz mortecina se marcaban más aún sus rasgos ajados, el paso del tiempo y la sabiduría concentrada en la mirada, no obstante brillante en tímidos destellos, a veces unidos a una sonrisa de satisfacción, a pesar de todo, a pesar de haberse puesto en peligro muchas veces. Sólo una vez ocurrió, y podía haber sido mucho más terrible. Finalmente sólo tuvo que pasar una noche encerrado. Ellos le encontraron. No allí, en el sótano del gran edificio de vidrio gris y pilares de aluminio. No allí, sino en refugio de un bosque, cuando la civilización se desmoronaba, y ellos la despojaban de los libros. Lo encontraron entonces con una lágrima cayendo ante la inmensidad de aquellas voces en la obra de Mozart, Dies irae, dies illa….., que le recordaban una muerte aún más dolorosa: la incapacidad de expresar, de discurrir, de discernir, de tener conciencia.

Sí, él había venido. Estaba nerviosa. Su mano siempre temblorosa en el mando del aparato metálico controlando cada milímetro. Un mínimo fallo podía cambiar la frecuencia y Ellos podían percibirlo. Habían creado las máquinas reproductoras y los cd’s para sus fines. Las conocían. Y además eran capaces de detectar el pulso, los tonos, los graves, agudos…, los silencios…, el sentido de la música maldita, la música que hacía pensar en el origen de las cosas, la música de la conciencia del tiempo, la música que evolucionaba y que retrocedía, que se escribía de muy diversas maneras, que significaba la Historia, y que por ello escondía secretos innombrables para muchos. La conocían perfectamente y por eso la odiaban, porque podía arruinarles, porque podía bajarles de su lugar, a Ellos. Porque provocaría la revolución, porque levantaría conciencias y sentimientos, porque derrocaría la ignorancia y porque su conocimiento igualaría las clases. Lo habían conseguido con los libros, pero ahora…

Detuvo el reproductor y se quitó los auriculares. Aquellas máquinas antiguas, una vez inventadas por Ellos, y ahora usurpadas en la clandestinidad para el fin contrario, les habían servido para Escuchar...Se sentía muy débil…, llevar tanto tiempo esos auriculares le molestaba y le hacía daño en los oídos. Recordaba la música viva, directa, compartida, la escena, la interacción con le público, recordaba la emoción ante el gesto y la singularidad de cada interpretación. Le recordaba a él, dirigiendo, y siendo uno con la música, con los músicos pues, con la mirada, el movimiento del cuerpo, con la mente.

Él mesaba el pelo canoso, y hablaba quedo, recordando con su tono el posible peligro. Conversaron sobre los que estaban, arriba, en el gran salón acristalado, en aquella convención de automatismo. Sobre la tristeza que les envolvía en su labor diaria desde que Ellos la controlaban. Sobre las carencias de las aulas donde los rostros de los pequeños también se vestían de gris. Sobre su cansancio ante la imposibilidad, sentirse atados de manos y pies para enseñar el valor de la música. Perfilaron estrategias y contaron nuevos fichajes además de nuevos tesoros musicales hallados, que poco a poco alguna, muy poca, gente les daba para ayudarles. Había que encontrar la manera de transmitirlos, había que encontrar la manera de trasmitir esa música, y para ello, había que escucharla, recordar cómo se escribió una vez, y cómo se podía reescribir, reinventar ahora.

Conversaron durante una hora. Nadie les echó en falta. Tenían que marcharse, era tarde, la reunión había terminado. Ella prefirió quedarse, pasar allí la noche y continuar escuchando. Él marchó ufano con la esperanza de la ayuda próxima y del trabajo diario que, aunque sutil, algunos niños podrían asimilar.
Estaba sola. La envolvió el silencio, la envolvió el negro de la pared y la luz inquisidora en la pequeña lámpara. La envolvió su propia oscuridad. Cogió unos cuantos cd’s y buscó. Uno de ellos la encontró a ella: de nuevo aquella secuencia para los difuntos, aquella que un día le conmovió a él. Lo puso. Lo dejó sonar.

Dies irae, dies illa,
Solvet saeclum in favilla
Teste David cum Sibylla.
Quantus tremor est futurus,
Quando iudex est venturus,
Cuncta stricte discussurus!
Tuba mirum spargens sonum
Per sepulchra regionum
Coget omnes ante thronurn.
Mors stupebit et natura,
Cum resurget creatura
Iudicanti responsura.
Liber scriptus proferetur,
In quo totum continetur,
Unde mundus iudicetur.
Se estremeció. De repente una luz, pasos precipitados, atropellados, por la escalera negra, y una linterna, ya cerca. No era él, no era nadie de los suyos. Eran Ellos.

Había fallado. Se había fallado a sí misma y a todos. Había olvidado los auriculares. Había llenado la habitación, la escalera, todas las salas frías del edificio... de sonido pleno, …había llenado su mundo y el mundo de música vibrante, de música que retumbaba en los oídos, en las paredes, en el cristal frío, en el metal, en el cemento, y fuera en la noche, en el campo aún vivo pleno de silencio.

Y todo había terminado.

No podría seguir aprendiendo y enseñando, y menos escuchando. Permanecería en un centro especial.

Él fue a visitarla. Cuando le vió entrar rompió en llanto de impotencia. Desolación, dolor profundo en el pecho. No había podido ser. Por su culpa. Ella había fallado al mundo. Ella era la culpable…, por no controlar el impulso y necesitar de la escucha abierta, por olvidar callar, por olvidar “bajar” el volumen, por olvidar que la conciencia hecha música y la música hecha conciencia son peligrosas.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Buenísimo! Me ha emocionado. Detrás están las historias de Farenheit 451 de Bardbury y 1980 de G. Orwell. Pero la manera de hablar de la música como último reducto y última posibilidad de remisión, el relato intimista, las alusiones a una tarea clandestina, la pieza elegida para sintomatizarlo todo y el final, qué final! Se oye el "Dies Irae" a todo volumen. Bestial! Queé relato!

Anónimo dijo...

A mi tb me ha encantado :D
Buenísimo!!

Anónimo dijo...

La novela se titula 1984. Un saludo

Anónimo dijo...

Cielos! qué lapsus! discúlpeme Mr. Orwell

Anónimo dijo...

He leido sin respirar los 3 últimos párrafos!Qué angustia me daba! Has pensado alguna vez qué pasaría si no existiera la música? Te animo a seguir escribiendo y sobretodo, publicando! Ya estas casi en la cuenta atras! beso. Marta

Mario Cuellar dijo...

Hola Ruth. Superandote como siempre. Solo un consejillo. Separa los parrafos que si no se hace complicado leerlo. Te veo en 8 días, cuenta atras.

Ruth dijo...

tienes toda la razón. lo haré. gracias.bss